No había llegado ni a la mitad de la lectura de “Salesman in Beijing”, aquél libro que Arthur Miller escribió después de su segunda visita a China, en 1984, invitado a montar su propio texto “Muerte de un viajante”, y ya mis manos ansiosas buscaban el teclado para escribir sobre cada frase leída en él.
El texto de Miller es todo un documento sobre una época de China y del teatro en general, pero me revelaba a la vez la experiencia que llevo en Beijing durante tres años de vivir en la ciudad. Yo no vine a hacer teatro, vine a vivir a China, a explorarla, a escribir sobre ella y sobre las artes escénicas asiáticas, a conocerla, yo vine a aprender Taijiquan y a buscarme en el extraño ocio del inicio de mi madurez; no he escrito ni he hecho teatro desde que estoy aquí; así que me he vuelto un espectador más del arte escénico asiático, y en este caso un lector más del libro de Miller.
La primera impresión que tuve del texto es la sorprendente libertad con la que en aquella época se hablaba de la Revolución Cultural, hoy por hoy tema absolutamente tabú en China; actores, escritores, gente común le daban sus puntos de vista sobre lo que había pasado, sobre cómo vivieron, sobre los daños ocurridos, cuando hoy, 2008, iniciar una conversación sobre le tema sólo impicaría un silencio completo, y acaso frases de profundo sentido intelectual que desviarían el asunto.
Aún cuando el tema es fascinante, y más aún en la época en que se escribió, leérlo ahora suena un tanto pasado de moda y parece sólo ser valioso para aquellos interesados en la China de los años 80 del siglo pasado. Esa China ya no existe, ahora vive los resultados del cambio; ahora es rica, poderosa, le dice al mundo qué hacer, invade económicamente Africa y Lationamérica en busca de recursos para su expansión. Son pocos los estudios que se dedican a esa etapa de transcisión, y tal vez ahí radique parte de la importancia de esa clase de comentarios de los herederos de la revolución que Miller nos trae, revolución que apagó la cultura china durante una década.
La descripción de un mundo fuera del teatro y un mundo dentro del teatro de aquella China de la primavera de 1984 es en momentos deliciosa, una lectura disfrutable y llena de momentos agradables y disquisiciones sencillas aunque profundas. Aquello descrito fuera del teatro es tan interesante (y único) que recordé el documental que Antonioni realizó durante la revolución cultural, “Chun Kuo Cina”. El servicio a la china, la higiene, el espectador común chino, los avatares del lenguaje, los intelectuales y la comida; Miller es un narrador profesional de lo cotidiano y un portavoz de la extrañeza del occidental ante las costumbres chinas.
Aquello descrito dentro del teatro, es fascinante para quien ha hecho teatro o para quien lo vive. Lo he considerado un documento teatral porque veo en este texto directa información sobre la manera que un representante, sincero y honesto, del imperio del realismo intenta conquistar al mundo que no lo maneja (aún 100 años después de su nacimiento). Es un documento por su manera de presentarlo, un diario de trabajo e impresiones de viaje; por su manera de llevar el montaje, por sus elucidaciones y caminos para lograr su objetivo. No sólo es un documento sobre el teatro en China sino sobre como los norteamericanos concebían las necesidades de su teatro a través de uno de sus mayores exponentes.
La obra, en esos momentos con casi 40 años de antiguedad, iba a tener su estreno en la recién abierta China. Años donde el posmodernismo teatral destrozaba el discurso realista, Miller se dirigía a “enseñar” un camino nuevo a los actores chinos. Pero el realismo que era destrozado, y quedando atrás de la nuevas formas, inevitablemente permanecía (y permanece todavía) con su imponente presencia comercial en las ciudades de occidente.
Miller era un vendedor a su vez, el realismo teatral norteamericano con todo y su propia “necesidad” de Stanislavski y la interiorización del actor estaba siendo vendido donde no lo conocían. Y recordé aquél mito (o cuento real) en el que un vendedor de refrigeradores se hace rico en el polo norte ofreciéndolos como cajas para guardar comida. He sido testigo en la lectura de cómo Arthur Miller ha podido vender su “Salesman” con la moneda de la personalidad, de la intelectualidad, del intercambio cultural, y de los valores de lo no ficticio. Y al final pareciera que la conquista, la venta, se logra pero como sucede con su personaje principal, el vendedor antes exitoso fracasa en su objetivo.
A más de 20 años después de aquél texto y aquella experiencia, sabemos que la revolución en la actuación de los actores modernos chinos no la ganó el realismo de Miller, la ganó el cine y la televisión, el producto bastardo o primo del realismo, el melodrama realista (mucho más adecuado a la tradición china). El teatro en nuestro 2008 es dentro de China un puñado de estúpidas comedias musicales, frívolas comedias con estrellas de televisión y revisiones de los clásicos chinos de antes de los años 50. La omnipresente opera china ha encontrado su nuevo lugar adaptada como “orgullo nacional” y se remunera como de interés turístico; los grandes directores hacen entonces sus versiones contemporáneas de la tradicional ópera, provocan escándalos en el país, salen al extranjero y son aplaudidos como innovadores y modernizadores de la nueva pujante econocmía de mercado china. Pero aquél teatro que vino a revolucionar Miller, el teatro de la palabra, de los caracteres, de los personajes reales y profundos, aquél teatro de las ideas (aunque él lo niegue), ese teatro, permanece vacío; lo mató la televisión y el cine, lo mató el comercio, lo mató Tian’an men y el Falungong.
He visto en los teatros de Beijing piezas montadas de Ibsen, de Strindberg y de Laoshé (el autor “moderno” por excelencia en China), y no quiero volver a ver más. Los autores modernos no tienen puestas o no quieren escribir para teatro, los espacios teatrales (permitidos por el gobierno) son pocos, el público no existe, el gobierno revisa (¿censura?) y adapta todo texto; las estrellas extranjeras, herederas de ese teatro de Miller y sus revolucionarios no son invitados, no vienen más o ya han muerto. Hay algo en nuestro teatro occidental que pone nervioso a quien maneja la cultura en China, “algo” alrededor de la palabra y de la idea, de la “realidad”. ¡Qué deseos tengo de ver una pieza de Heiner Müller en chino! Müller no es realista, pero no se trae o monta nada de él.
No es en contra del Realismo entonces, es tal vez en contra de la verdad en cualquiera de sus formas artísticas.
El libro lo encontré en Londres en octubre de 2007 pero no lo leí hasta estar en Beijing con la disposición necesaria para disfrutarlo. Nunca fuí un admirador incondicional de Miller y creo hacerlo evidente, pero debo de aceptar que la aventura que nos narra fue completamente maravillosa y su texto una verdadera joya.
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