Hace cuarenta años, cuando China sufría la oscuridad de su Revolución Cultural y ninguno de nosostros sabíamos nada de ella sino mitos, y entre ellos el más grande, Mao Zedong...
Alrededor de 1968 se dieron en mi vida cuatro acontecimientos que marcaron mi muy temprana infancia: la muerte de mi hermano mayor, Federico; mi operación de las anginas (amígdalas) con una muy corta pero traumante hospitalización; el mundial de Futbol en 1970; y las Olimpiadas de México en 1968.
Perteneciente a una familia de deportistas (1) el mito de los grandes acontecimientos deportivos alimentó mi imaginación durante muchos años.
Nací durante los preparartivos de aquellos juegos pero no supe de ellos ni de la olimpiada misma sino hasta algunos años después, con los recuentos continuos tanto de los medios de comunicación como de aquellos que corrían dentro de mi familia: las ceremonias de inauguración y clausura, las competencias donde México ganaba medallas, la historia de Vera Cavlavska y su amor por México, y la triste y desgradable historia del sargento Pedraza con su enorme esfuerzo por llegar a un oro imposible.
Pero algo que marcaba mi personal recuerdo eran los recuentos del ambiente; si algo se hizo mito en mi cabeza fue la manera en que se esperaban y vivían las olimpiadas. Años enteros pasé intentando recrear todo aquello editándolo en mi imaginación y repitiéndolo en mis juegos; escénico como siempre he sido, dedicaba días a la puesta en escena de una ciudad que organizaba los juegos olimpícos, revivía las ceremonias, revivía los gritos de los espectadores.
Con los años mi sueño olímpico infantil, y yo creador del sueño, evolucionó en la organización de más juegos, en seguir pensando en la alegría y el encuentro, en el espectáculo y en la gloria de ganar y de ser sede de ellos. Munich 1972 paso desparecibida con todo y su Mark Spitz y aquél deplorable ataque terrorista que escandalizó al mundo; no así Montreal 1976 y su Nadia Comaneci (ni idea de la ausencia de los países africanos en protesta por la inclusión de Sudáfrica); y tampoco lo fué Moscú 1980 y su boicot.
El boicot a Moscú me había ofendido a tal grado que decidí seguir paso a paso las notas de los periódicos y demás medios; colecté y grabé cientos de notas en álbumes para que así el mundo en un futuro tuviera una línea de acontecimientos clara que hiciera comprender que el boicot se debía a una cuestión totalmente fuera del deporte, y que intereses políticos estaban atacando el espiritu de unos juegos. Ya casi no era un niño, la pubertad estaba haciendo sus estragos, era una manera más madura de seguir los juegos, ya no había más recreaciones escénicas en maqueta con la idea de los juegos. Después vendrían años de oscuridad deportiva pues el arte y el teatro harían su aplastante aparición en mi vida.
Un caso que recuerdo con cierta curiosidad, en mis “clarividentes” juegos de recreación y creación de los olimpicos del futuro, fue la organización de uno de ellos en Beijing a quien se lo daba en un mal cálculo en el 2010. Sin una sola idea de la cultura china creaba la ceremonia de inauguración y clausura con la inclusión de una sola canción china que descubrí en casa y decenas de otras piezas con música proveniente del mundo entero; robots y naves espaciales participaban en las ceremonias, y en el tablero de medallas China se situaba a la cabeza desbancando a Estados Unidos y la URSS, y México, curiosamente sí, era ya una potencia deportiva con una gran cantidad de medallas. Me río ante la extrañeza del dato, y quedo un tanto pensativo sobre lo que veo ahora.
Años tuvieron que pasar, muchos, más allá del tiempo de los mitos, para encontrar un enlace imaginativo entre aquellas gloriosas olimpiadas organizadas en México del recuerdo de familia y el movimiento estudiantil de 1968 (2); más difícil aún fue ligar la masacre de Tlaltelolco con los juegos mismos. No me negaba a ello simplemente la propaganda que se había permeado en mi familia había logrado separarlos. Nadie negaba la existencia de la masacre a sólo diez días de la inauguración de los juegos, pero nadie la ligaba a la felicidad y la gloria de lo que iba a suceder.
De adolescente pregunté expresamente a mi madre sobre el tema, y ella contestaba que el gobierno no queria que hubiera problemas y mandó matar a los estudiantes, y que entonces no hubo problemas. En su cara yo veía miedo, el miedo que todas las personas comúnes tenían en México al hablar de aquellos años de revuelta.
México había mostrado al mundo un país con un gran crecimiento económico, amigable, bien organizado, y palabras y palabras y palabras que ensalzaban algo que el mundo con el pasar del tiempo olvidaba. La propaganda priísta tenía efectos poco duraderos.
México era una dictadura férrea que se había organizado de tal manera que hacía al país funcional; los juegos fueron militarizados y la gente no podía protestar, el gastó impresionante era un escándalo para los millones de pobres totalmente desprotejidos; el gobierno expropiaba de mandato zonas enteras de la ciudad (política común para cualquier tipo de obra oficial) para la construcción de vías e instalaciones olímpicas; lo que importaba era mostrar un país hermoso, armonioso, orgulloso de sí mismo. Hoy, 40 años después vivo parecidas frases en la Pekín olímpica.
El mito de aquél 68, como muchos otros mitos, murió en mi vida cuando conocí a “los maestros” que me abrieron los ojos a las otras realidades, murieron cuando busqué la individualidad y el pensamiento libre y comencé aquella carrera contra el tiempo para cultivarme y comprender los sucesos y los secretos que hay tras de ellos.
(1) Mi padre adoraba el futbol y se hacía ser entrenador de equipos infantiles y juveniles; tres de mis hermanos eran futbolistas con deseos de profesionalización y una hermana sería después gimnasta de alto nivel.
(2) de la misma manera el mundial de futbol en 1970 y los acontecimientos de eso años que culminan con otra menos famosa pero no menos excecrable matanza en 1971.
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