Yushima Seidō es un templo dedicado a Confucio que se encuentra en la zona de Bunkyo en Tokio.
En medio del bullicio interminable de la ciudad este lugar es una isla de calma, solitario entre árboles altos y construcciones llenas de armonía.
El sábado pasado poco después del medio día entré a él para resguardarme de la lluvia y mientras esperaba el inicio del Kanda Matsuri, un festival religioso sintoísta que tendría lugar en una capilla cercana, precisamente en Kanda.
Para llegar al salón principal del templo uno debe pasar como en toda construcción religiosa tradicional japonesa por varias puertas y patios con pequeños pero hermosos jardines; sin ser de gran tamaño Yushima Seidō sí es de una fineza de estilo y color como pocas veces he encontrado: sus paredes y puertas son todas de madera y están pintadas de negro casi laqueado; la lluvia tupida mojaba todo y con esos techos de teja verde el lugar adquiría un brillo de lo más bello e interesante.
Al estar dedicado a una enseñanza filosófica el salón principal no tiene un interior con imágenes religiosas comunes a otros templos budistas o sintoístas sino esculturas de personas en meditación -¿Confucio?, ¿maestros filósofos?- y figuras de animales míticos en hermosos cuadros enmarcados; ese mismo salón principal ahora sirve como un pequeño museo que exhibe imágenes y objetos de la escuela que alguna vez estuvo ahí.
Entre varias curiosidades del salón principal se encuentra una pequeña pila de agua con dos pequeños postes y cadenas unidas a ellos que detienen un vasija de cobre.
Al acercarme a la pila un niño y su madre trataban, con un cucharón especialmente puesto para ello, de rellenar la vasija con agua; la madre le daba instrucciones al niño y este con su peculiar cuidado vaciaba el agua del cucharón en la vasija y esperaba un poco, después de dos o tras puestas de líquido la vasija de improviso giró y cayó el agua, vaciándose completamente. La madre y el niño hablaron sobre el resultado; el niño intentó otra vez y la vasija en el tercer intento no solo se vació sino que cayó completamente fuera de las cadenas; la violencia había sido excesiva parece. El niño y la madre estaban decepcionados. Cuando el pequeño quiso colgar de nuevo la vasija entre las cadenas la madre no se lo permitió y fue en busca de la persona que atendía la venta de boletos del museo. Al verse sin presión materna, el pequeño tomó la vasija con libertad y la colgó nuevamente y volvió a intentar llenarla, esta vez con mayor lentitud; pero no dio un cuarto (o quinto) intento, interrumpió el juego porque su madre ya venía con la empleada del museo. Las dos mujeres me dieron las gracias por haber puesto la vasija en su lugar (sabiendo por supuesto que no debería de hacerse, claro, pero trataban de no ser groseras conmigo); les dije que no había sido yo quien la había puesto de nuevo sino el niño y viéndose una a la otra rieron con mucha decencia como si yo hubiera dicho un chiste.
Me dejaron solo.
Después de un instante frente a la pequeña pileta de agua y habiendo observado que ya no había nadie a mi alrededor, decidí intentar llenar la vasija por mi cuenta; mientras lo hacía, caí en la cuenta que era un ejercicio filosófico práctico, -¡estaba en el templo de Confucio!-, física pura sobre la justa manera de "llenar" las cosas: ¿Hasta qué momento debemos llenar las cosas y ver como se vacían de golpe porque la naturaleza es así de básica? ¿Hasta que punto queremos dejar las cosas llenas y mantenerlas en ese equilibrio precario? ¿Podríamos dejar las cosas vacías sin tener el deseo de echarle más agua? ¿Podríamos detener ese impulso que está en nosotros de llenar y llenar las cosas?
El niño japonés que visitaba el templo con su madre aprendió físicamente una lección filosófica jugando, y yo lo hacía en ese momento también, con muchos años de retraso, cierto, pero... "nunca es tarde para aprender", diríamos.
Mi vasija también en algún momento se vacío totalmente, me fue inevitable querer verla vaciarse; la llené lentamente hasta el límite, pero ahora sabía que podía pasar eso, que podía llenarla y dejarla en equilibrio hasta cierto punto o dejarla correr y poner más gotas hasta que la fuerza de gravedad llevase a que el líquido cayera y la vasija volviera a su estado inicial, de vacío.
Pensé que yo venía de una cultura donde las enseñanzas nunca se dan de esa manera, pensé en lo difícil que es que aprendamos prácticamente sobre ciertas fuerzas físicas que mueven nuestra vida espiritual y corporal; en lo difícil que es que entendemos las técnicas corporales de oriente cuando nuestra cultura separa el cuerpo de la mente. Y agradecí haber entrado a ese templo.
Cuando iba hacia la puerta para salir del gran salón noté que el niño había observado mi intento y mi decisión final de vaciar la vasija lentamente para que el agua cayera con suavidad; al verlo cómo me miraba comprendí también que él seguía aprendiendo, ahora a partir de la observación de los otros.
Gustavo Thomas
Tokio, Japón.
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