viernes, 19 de abril de 2013

Un sueño sobre los maestros (Buscando la enseñanza de un cerebro que sabe contar historias)

Estaba muy cansado, debía de escribir un texto sobre mi trabajo alrededor del Butoh; me sentía desolado; aún cuando soy un hombre que ha entrado a la madurez y se ha dedicado a las artes escénicas desde hace muchos años, en el Butoh soy aún como un niño, un principiante que gracias a su bagaje anterior descubre las cosas rápido, avanza sin mesura y ha sabido buscar a los maestros necesarios para iniciar una verdadera carrera en ello, pero al final sigo siendo un principiante. Después de algunos borradores agotadores, caí en búsqueda de una siesta, de aquellas que lo salvan a uno del suicidio -aunque sea metafórico-, o simplemente de la depresión.

En el delirio de la caída al sueño comencé a sentirme como cuando siendo niño temía morir y no lograr crecer y pedía oír voces que me dijeran qué hacer, voces de maestros que me enseñaran a continuar y creer en mi trabajo. El sueño no me decepcionó: 

Soñé que estaba en casa de mis padres (casa que ya no es mi casa) y que en ella se organizaba una fiesta, con la disposición exacta de los muebles que se acercaban a los muros para ampliar los espacios y recibir a un gran grupo de gente. El invitado principal a esa fiesta era el famoso butohka Ko Murobushi -que núnca ha sido mi maestro-, quien era apreciado por todos los invitados, especialmente los europeos, un grupo de matrimonios ricos aficionados al arte. Después de pasar mucho tiempo en la fiesta y en una especie de seducción casi erótica de miradas entre un hombre mayor y un joven, llegué a estar sentado a su lado y comenzamos a hablar. En su acento japonés -él hablaba en inglés- pausado, metódico, me exponía parte de su trabajo, aquél de su maestro Hijikata, y exponía también ciertos puntos de vista personales, sin mebargo yo intuía que no me estaba diciendo toda la verdad, que algo estaba no del todo claro, que no me hablaba de su verdadera relación con él; yo quería escuchar sus temores, sus deseos, su real intercambio con el maestro. Mientras él bebía continuamente (a los japoneses que conozco les gusta beber mucho), en algún momento comenzó a cambiar su plática, y se volvió un tanto ajeno; le hice entonces una pregunta directa sobre su temores ante el verse solo una vez que su maestro ya no estaba ahí con él (Hijikata murió relativamente joven, antes de los 60 años, en los años 80); Murobushi comenzó entonces a exponerse de una manera extraña: enrojeció como todo asiático cuando está alcoholizado; su hablar se hacía cada vez más difícil de entender; golpeaba la mesa con sus manos, suave pero firmemente; estaba en trance. Le dije que ya no le comprendía nada, y él comenzó a llorar; decía que eso que hacía -balbucear- era lo que escuchaba de su maestro, que su maestro le era incomprensible, que él estaba solo, que había debido seguir solo tratando de descubrir esas palabras que nunca había comprendido cuando fueron dichas por Hijikata; se levantó e intento hablar más pero su dolor no lo dejó. El matrimonio extranjero (ahora era solo uno) lo abrazó, y en poco tiempo se acercó más gente y fue abrazado por decenas de los invitados, consolado porque era admirado. Yo, intentando disculparme, explicaba que solo había entrado en conversación con él. 

No sabía qué hacer realmente, no sabía qué pensar de un hombre que consideraba un gran maestro del Butoh y que creía me iba a clarificar el camino que yo necesitaba contándome sobre su propia experiencia.

Decepcionado y dejándolo mientras era consolado por aquellos extranjeros e invitados me acerqué hacia donde estaba mi familia sentada como lo hacían cuando en las reuniones en casa de mi abuela materna, todos los asientos con los respaldos en la pared y los viejos mirando hacia el espacio abierto de la sala donde los invitados permanecían de pie y los niños jugaban: ahí estaban mi madre, mi hermana mayor y mi maestro Antonio González Caballero, que tenía la apariencia de mi abuela cuando ya tenía más de 90 años. Él -quien era ella también- sonreía por lo que yo había pasado con Murobushi y trataba de explicarme qué es lo que había sucedido, y lo hacía de la misma manera que mi maestro acostumbraba hacerlo en otras situaciones, pero había un inconveiente, se sentía incómodo en aquél asiento y él tampoco podía explicarse claramente; busqué entonces cargarlo y llevarlo a otro sillón más cómodo -su cuerpo se sentía exactamente como si fuera el cuerpo de mi madre de 80 años-; al sentarlo en el otro asiento, su cabeza se golpeaba con una repisa que estaba en la pared, suavemente pero lo suficiente como para quedar desmayado por el golpe. Todos se acercaban a ver a la abuela que estaba inconsciente y yo, que sabía que por mi acción mi maestro dormía -o moría-, reconocía que él ya no podría hablarme más. Su cara era la de mi madre vieja dormida, su sentado era el de mi abuela materna de 90 años, su presencia la de mi maestro de teatro.

¡Yo había provocado tal caos en esa fiesta exigiendo enseñanzas a quienes o sufrían por ello o ya estaban muy viejos o muertos como para decir algo valioso para mí!

¿Debería pensar en una moraleja como si esto fuera un cuento?

Tal vez sí, al fin y al cabo la mente es el mejor cuenta-cuentos que tenemos y está dentro de nosotros.


Gustavo Thomas © 2013



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